DE LOS NOMBRES DE CRIS...TIAN

6 de julio de 2009

Acabó otro curso más. Por mis manos han pasado miles de exámenes. He sufrido las malas letras de Gabrieles, Jonathans, Andreses, Andreas, Agustines, Ángelas, Cristinas, Elenas, Jorges, Noelias, Cristians (¿o Cristianes?),...
Curiosamente, muchas veces coinciden sus orígenes, formas de ser y sus nombres: los Jonathans suelen ser unos trastos. A menudo tienen padres que trabajan en mercadillos o, con buena suerte, tienen una pescadería de barrio. Saldrán del instituto sin saber apenas nada; las Cristinas, salvo excepciones, son estudiantes mediocres y habladoras. Tienen tendencia a ser muy orgullosas, y cabezotas, y difícilmente se consigue convencerlas de que están equivocadas; los Gabrieles pasan de todo, pero, si quieren, pueden hacer las cosas bastante bien. Les gustan el campo y los animales y sufren en el entorno cerrado de las clases; hay dos tipos de Andreses: unos son inteligentes y serviciales, pero se sienten un poco por encima de los demás. Los compañeros no los entienden, pero los respetan, aunque a veces son cargantes; otra versión de los mismos son perezosos y sensuales. A las niñas las ponen “de los nervios”.
En ocasiones, las coincidencias son mayores, ya que poseen similar nivel de inteligencia, perspectiva ante la vida, comportamiento, educación,... Lo mismo ocurre con los que tienen los mismos apellidos, aunque no sean de la misma familia.
Un momento: quizás sería el momento de hacer alguna reflexión: los apellidos vienen de las familias, y, con ellas, las características genéticas. Pero, ¿de dónde vienen los parecidos por los nombres? ¿Imprimen carácter o hay otros factores que se olvidan?
Cuando un niño nace, son los padres los que ponen el nombre a sus hijos. ¿Acaso éste dice algo de los padres y no de los recién nacidos? ¿Qué influye en los progenitores a la hora de bautizar a su hijo? A lo mejor, analizándolo, podemos saber mucho acerca de una persona.
Por un lado está la moda. De pronto se pone de actualidad un futbolista o un cantante y doce años después los institutos se llenan de su nombre o del de su esposa o amante o... De ahí nos vendrán dentro de poco las Victorias y, más tarde, los Cristianos. ¿Seremos capaces de llamar a nuestros hijos Kaká?
Todavía recuerdo a una niña menuda y rubia de dos años a la que pusieron Vahitiare, como a la última conquista de Julio Iglesias. Se oía por las ventanas a su madre gritando: “Vahitiareeeeeeee, ven acá pacá, que senfría er pucherooooooooooooooooo”. Su padre solía sentarla en la barra del bar de la esquina y darle un buchito de su cerveza.
Por otro lado, las ideas religiosas, filosóficas o los gustos en películas o por los personajes de la televisión o en cine. Ya nos llegaron los Yedai y ¡qué peligros son estos nenes! ¿Qué demuestran los padres de las Libertades o de los José Antonio que tienen ahora cuarenta años? ¿Admiración por determinadas ideas? ¿Poca originalidad?
Los padres muy tradicionales y familiares, ponen, además, los nombres de los padres, abuelos, titos muertos muy queridos,... Y si encima deben satisfacer los gustos de las familias de ambos cónyuges, el resultado es un bebé con un nombre larguísimo como Salvador de la Santísima Trinidad de Todos los Santos, alias Santito o Santi, que es la leche, o María del Socorro Triana del Valle, muy modosita ella delante del profesor, pero un bicho hablando de las enemigas y precoz ante los chicos que le gustan. O generaciones y generaciones seguidas de Teresa Marías o María Teresas.
Después de una época de nombres compuestos, ¿se puede convertir en una forma de rebeldía, aunque un poco tradicional en el fondo, poner a tus hijos simplemente María (no María Elena o María Teresa o María Esperanza) o es acaso un deseo de respeto hacia sus hijos, al considerar que serán ellos los que con su comportamiento decidirán lo que serán, y no será el nombre el que le influirá en su vida?
Cuando nacen nuestros hijos, les damos nuestros genes, que se reflejan en nuestro apellido, pero también les damos un nombre, y a través de éste se reflejan nuestros gustos, intereses e ideología. Pero también el entorno en el que van a vivir, el nivel cultural y social.
Es por eso por lo que cuando vemos el nombre y el apellido de una persona, podemos adivinar, al menos ligeramente, lo que es y lo que será. Quizás deberíamos respetar más a nuestros hijos a la hora del ponerles el nombre con el que va a cargar toda su vida. Pensemos en ellos, no en nuestros gustos.
Ya sé que de lo que estoy hablando supone una especie de determinismo muy duro, pero, ¿hasta qué punto somos libres, cuando nacemos con unos genes de los que no podemos escapar y creceremos muchos años en unas circunstancias de las que con dificultad podemos huir?
De la rebeldía ante todo ello nace la evolución y el avance de la humanidad. Cuando elegimos nuestro nick en un chat o en un correo, intentamos definir lo que realmente consideramos que somos o lo que queremos ser, al margen de lo recibido. Ese debería ser nuestro auténtico nombre, aunque ya sea demasiado tarde para cambiarlo. Demasiado complicado esperar a la madurez para decidirlo.
¿Qué habrá sido de Vahitiare? ¿A qué se dedicará? ¿Será ama de casa como su predecesora? ¿Se dedicará a limpiar escaleras y a llamar a su Cristian por el balcón porque se calienta el gazpacho o será catedrática de ética en una universidad de provincias? ¿Seguirá, como su madre, adicta al papel cuché o habrá ella mismo salido en los papeles como la “amiga” de cualquier cantante de canciones melódicas? Me preocupa el problema.